sábado, 14 de julio de 2018

LA CARRETA

Decir que había alumbrado en las calles era mucho decir. Mi tatarabuela Mercedes González Pérez, tía de don Cleto, le contaba a mi abuela Cristobalina que al principio había unos pinches faroles esporádicos en las calles del centro. Luego vino un sistema de gas que mejoró un poco las cosas, hasta aquella famosa noche de 1897, cuando el Presidente don Rafael Yglesias Castro, “Gallo e’ lata”, inauguró el alumbrado eléctrico en las bocacalles de Heredia, cuya energía se traía desde la planta de Río Segundo y era compartida con Alajuela. Pero este primitivo sistema estaba sujeto a constantes apagones y a muy bajo voltaje, lo cual hacía que los bombillos imitaran a los antiguos faroles de querosén, en debilidad y oscilación. Es por eso que aparte de alumbrar tres metros a la redonda, servían más de “faros” para los caminantes nocturnos que de otra cosa.
De todos modos, en Heredia nadie salía de las casas por las noches. Y los pocos que se aventuraban a hacerlo corrían el peligro de poner sus vidas y almas a merced de cosas inexplicables o de seres que ya habían dejado este mundo mortal hacía mucho tiempo. Para entonces era Cura Párroco el padre Rosendo de Jesús Valenciano Rivera, el mismo que luego lo fuera de la Merced en San José y el mismo que también se diera a la ardua tarea de construir una enorme cruz allá en los cerros de Alajuelita, así que, si sacamos cuentas, debía estar corriendo el año 1902 o 1903 y mi abuela tendría unos diez años de edad, más o menos.
El suceso tiene que haber sido cierto, pues hubo muchos testigos, de diversas edades y condiciones que lo vieron o lo escucharon, para guardarlo entre sus recuerdos como una memoria que les llenaría de espanto por el resto de sus vidas. Tal fue el caso de mi abuela con sus diez años de edad. Aunque vivían al costado sur de la plaza de Barva, a veces se iba a pasar algunos días a donde la abuela Mercedes, que, siendo una viuda rica y acomodada, tenía dos casas: una en Barva y otra en Heredia, por la calle de la Iglesia del Carmen. Y en esa casa de Heredia es donde mi abuela Cristobalina recuerda aquellos días, probablemente en marzo o abril, por los calores intensos que obligaban a dejar un poco abiertas las ventanas durante la noche.
Venía desde el sur. Algunos la habían visto subir por la calle del panteón, pero otros la habían visto venir de la puebla de los pardos, pasando por el puente del río Pirro. Lo que estaba claro es que la ruta siempre era desde el sur de la ciudad, cogiendo hacía el norte, como llegando a lo que llamaban el bajo de los molinos. Los que la vieron — en cuente mi abuela —, dicen que no era celeste ni anaranjada, llena de adornos de colores, como las más bellas que se hacían en Sarchí. Esta no. Sería por la poca luz de la noche, sería por el horror de mirarla muy fijamente, pero esta parecía vieja y desvencijada, maltratada por los muchos viajes de otrora, ida y vuelta hasta Puntarenas. Abandonada y sin cuidados, los ejes le chirreaban con cada golpe de las ruedas en los empedrados de la calle. Pasaba tarde en las noches, muy después de que el reloj de la Inmaculada daba las doce. Aunque muchos no se animaban a asomarse a la ventana, podían escucharla pasar por el traqueteo de las ruedas y por los ladridos esporádicos de algunos perros asustados.
Mi abuela la vio pasar, porque estaba despierta. Le picaba tanto una nigua que se le había metido entre el dedo gordo del pie, que no podía dormir, tratando de rascarse con la estera donde estaba acostada. Fue así como escuchó el traca-traca en las piedras y un perro ladrando. Venía desde el Carmen, más abajo de donde se encontraba la casona de gruesos adobes de la abuela Mercedes. Un poco antes había pasado un jinete solitario pues escuchó el resoplar del caballo. Sin embargo, ahora solo se escuchaba el golpe seco de unas ruedas y se asomó a la ventana, para mirar con sus ojos de niña cómo pasaba frente a la casa una carreta que se jalaba sola, una carreta sin bueyes…
Abuela se tapó el rostro con el camisón de dormir y se clavó debajo de la cobija, a rezar avemarías en latín lo más rápido que podía y a llorar en silencio, presa de un inmenso terror. Y tuvo suerte esa noche. Tuvo suerte, porque todo el mundo sabía y se comentaba en las tertulias de las pulperías y en los corredores de las casas, que ver fijo y directo a la carreta sin bueyes era una sentencia de muerte inmediata. Algunos incluso vivieron para contar que parecía jalar la carreta un diablo con patas de cabra que lo miraba a uno con ojos como tizones…, pero ese no fue el cuento de mi abuela Cristobalina. Ella solo miró a la carreta caminar cadenciosa por el centro de la calle, sonado traca-traca al golpear con las ruedas el empedrado de la calle, sin yugo ni yunta que la jalaran.
A la mañana siguiente hubo algún alboroto en la ciudad, pues la historia de la noche ocurrió a varias personas, casi en la misma forma y circunstancias que a mi abuela. Por eso, la abuelita Mercedes, siendo persona de influencia en Heredia, se fue con mi abuela a contar todo al Padre Valenciano, quien parecía muy interesado en los detalles de la historia. Raro que un cura, versado en temas de exorcismos y tratamientos con los ángeles del mal, se interesara tanto en las fantasías de una chiquilla de diez años. Pero así fue. Pidió detalles de la hora y le llamó mucho la atención que los testigos siempre coincidían con la versión del jinete solitario que precedía a la aparición fantasmal de la carreta. Tanto así, que se comentaba si ese jinete no sería el mismo diablo abriéndole camino al espectral transporte. Pero el Padre Valenciano dudaba seriamente que el diablo necesitara un caballo para moverse por las noches.
Como la historia ya se repetía varias veces, el Padre Valenciano fue tomando nota y descubrió algunas cosas muy casuales para ser una casualidad. Por ejemplo, la carreta siempre aparecía en noches de luna nueva, cuando la oscuridad era más impenetrable para los débiles faroles de las bocacalles. Coincidía con una aparición al mes, siempre a mediados y se reportaba con mucha frecuencia al jinete solitario y misterioso que iba adelante como un siniestro monaguillo precediendo una fantasmal procesión. Un detalle final, el espectro de la carreta sin bueyes siempre subía por las mismas dos calles, viniendo desde el río Pirro.
Sucedió en esas semanas que el Padre Valenciano fue llamado a presentarse en San José, para atender algunos asuntos parroquiales. Se fue en el tren de la mañana y cuando salían de la ciudad, allende el río Pirro y muy cerca del aserradero de los Murillo, percibió un olor que le era muy familiar y característico. Un olor dulzón a caña de azúcar. Era un olor vaporoso y fermentado y entonces no le cupo la menor duda:
— ¡Ah bandidos, están sacado guaro! —
Ocupado en sus asuntos de trabajo, al Padre se le fue el día en San José y al volver a Heredia en el tren de la tarde, ya un poco más relajado y tranquilo, escuchó cierta conversación de que un fulano había estado podando el cafetal precisamente ese día, que era luna nueva y que por eso se iba a pasear en todas las matas, pues todo el mundo sabe que no se poda en luna nueva. Y entonces el Cura sumó dos más dos y tuvo una corazonada: “hoy aparece esa condenada carreta sin bueyes, por san Rosendo Abad que hoy aparece”.
No más llegó a la casa cural, se tomó un refrigerio rápido y llamó a Moiso, el Sacristán, que era un hombre sencillo, analfabeta y descalzo. Moiso hacía reír al Padre con frecuencia con sus ocurrencias, sobre todo en misa de cinco de la mañana, cuando contestaba el responso en latín, siendo que ni lo hablaba ni muchos menos lo leía, por no saber, por lo que dichos responsos eran una sarta de tonterías y ocurrencias dignas de ser escuchadas. Igual, como nadie hablaba latín, nadie se daba cuenta.
El Padre Valenciano instruyó muy bien a Moiso de las tareas que les esperaban esa noche, que podría ser una larga noche. Como Moiso era más bien cobarde, a pesar de la gran fe y devoción que le tenía a su padrecito, no podía estar en paz con esa idea tan desarticulada de ir a topar a la carreta sin bueyes. Moiso sabía que el Padre era un hombre santo, pero, por el contrario, él sí se jalaba sus tortas y escapadillas de vez en cuando y por eso, sabiendo que no era muy limpio y puro de corazón que digamos, le aterrorizaba que a él sí se lo jalara el diablo ese con patas de cabra que dicen que llevaba la carreta…
El Padre se quedó trabajando en la oficina, poniendo al día unos libros de Sacramentos, contestando correspondencia y finalmente rezando y leyendo, que le gustaba mucho. Moiso estaba en la cocina, pues dormir un rato no podía de los nervios. El Padre tenía en la cocina una botella de ron colorado guardada para tomarse un traguito de vez en cuando o para ofrecerle a sus otros colegas cuando iban de pasada. Moiso, que sabía muy bien el escondite, le hacía visitas a cada rato para echarse un poco de valor por dentro del pescuezo.
Sonaron las doce en el reloj de la iglesia y el Padre se puso un abrigo largo como la sotana y también un sombrero que los curas llamaban “de teja”. Por si acaso, se llevó también el revolver 38, bien cargado con balas bien gordas. Moiso se envolvió en un paño lo mejor que pudo y juntos se fueron por las calles sin un alma. Se encontraron al Sereno que pasaba por ahí.
— Buenas noches padrecito —
— Buenas noches tenga usted ñor Rafael —
— ¿Todo en orden padrecito? —
— Sí señor, vamos a poner unos Santos Óleos —
— Que Dios los acompañe padrecito —
— Amén, amén —
Siguieron apresurados su camino y se escondieron en el quicio de la puerta de una casa, a media cuadra y como a doscientas varas de la Iglesia del Carmen. No habiendo luna y lejos de la bocacalle, la oscuridad era casi absoluta. Comenzó a hacer bastante frío y Moiso a temblar, aunque a veces era de frío, la mayor parte del tiempo era de miedo. Luego de esperar casi una hora, se escucharon unos pasos extraños. Parecía un caballo, pero los cascos no sonaban en las piedras. Solo se escuchaban golpes secos, casi mudos. Venía un jinete con sombrero y una especie de capa lo cubría por completo. El Padre Valenciano notó en medio de la oscuridad que la bestia traía los cascos envueltos en trapos y por eso no se escuchaban sus pasos contra el empedrado.
En ese momento el Padre abandonó el escondite y salió a la calle, se paró en seco frente al caballo y con voz fuerte dijo:
— ¿Quién va ahí, diga su nombre y para dónde va? —
El jinete pegó un brinco del susto y a su vez se asustó el caballo, que pegó un relincho estrepitoso y se paró de manos. Al Padre Valenciano le pareció que el jinete se llevaba la mano a la cintura y para no perder tiempo en averiguaciones, sacó el revólver y reventó dos tiros al aire. Eso fue suficiente para que el jinete espoleara al animal y pusiera carrera firme rumbo norte, donde terminó de perderse. 
La cosa es que Moiso se había descompuesto del susto también y estaba vomitando de la impresión. El Padre estaba un poco frustrado, por no haber podido averiguar el misterio de la carreta sin bueyes, cuando percibió en el suelo una soga…, gruesa como un palo de escoba, que corría calle abajo. La tomo con las manos y llamó a Moiso, que un poco más recuperado, lo seguía a cierta distancia. Caminaron cosa de unas sesenta o setenta varas siguiendo la soga cuando vieron algo impresionante: ahí estaba tal y como la describían, vieja y desvencijada, despintada y maltrecha, la carreta sin bueyes…, ¡cargada hasta el alma de guaro de contrabando!
Al día siguiente todo fue un alboroto en la ciudad, cuando se supo que el espectro era una carreta jalada por un caballo a cierta distancia. Nunca se supo quién era el jinete y ni tampoco para dónde iba el guaro. Solo Moiso se dejó a escondidas del Padre una garrafa, antes de que el amanecer trajera al Jefe Político y con él, a medio resguardo para hacer el decomiso. Esa noche fue la última vez que en Heredia fue vista la carreta sin bueyes.

José Antonio Solera Víquez
Sabanilla, Montes de Oca, 10 de enero de 2016.

No hay comentarios:

Publicar un comentario